La astronomía de ondas gravitacionales podrá responder pronto a una pregunta fundamental: ¿son los agujeros negros el tipo de objetos que predice la relatividad general?
EN SÍNTESIS
Desde 2015, los experimentos LIGO, en Estados Unidos, y Virgo, en Italia, han venido detectando las ondas gravitacionales procedentes de lo que parecen ser colisiones de agujeros negros en galaxias distantes.
Sin embargo, varios estudios recientes han argumentado que dichas señales podrían provenir de objetos muy distintos de los agujeros negros. Las posibles diferencias aparecerían en forma de ciertos «ecos» en la parte final de las ondas detectadas.
Tales astros podrían ser estrellas de bosones, estrellas de gravedad o agujeros de gusano, entre otras alternativas. De confirmarse, el descubrimiento supondría una revolución de dimensiones copernicanas en la comprensión de la gravedad.
Es posible que la primera descripción de un agujero negro se deba al geólogo inglés John Michell, quien en 1783 imaginó una «estrella oscura» tan masiva y compacta que ni siquiera la luz podría escapar de su campo gravitatorio. Aunque esta versión primitiva de un agujero negro se basaba en un entendimiento incompleto de la gravedad y de la luz, con el paso del tiempo la intuición de Michell acabaría demostrándose correcta.
Casi un siglo y medio después, en 1915, Albert Einstein propuso la teoría de la relatividad general, la cual explicaba la gravedad como una manifestación de la curvatura del espaciotiempo. Y tan solo unos meses más tarde, en 1916, Karl Schwarzschild, mientras combatía en el frente de la Primera Guerra Mundial, resolvió las ecuaciones de Einstein y encontró la primera solución que describía el campo gravitatorio de un agujero negro tal y como lo entendemos hoy. Sin embargo, no fue hasta los años sesenta cuando los trabajos de Roger Penrose, Stephen Hawking y John Wheeler, entre otros, esclarecieron la verdadera naturaleza de la solución de Schwarzschild. Desde entonces, la posible existencia y las extrañas propiedades de los agujeros negros han fascinado y traído de cabeza a generaciones de físicos, al tiempo que han alcanzado un estatus casi místico en la cultura popular.
En las últimas décadas hemos acumulado importantes indicios experimentales que parecen confirmar la existencia de los agujeros negros. Hasta ahora, sin embargo, tales indicios han sido indirectos, ya que no se basaban en observaciones del agujero negro en sí, sino de su entorno más cercano. Al respecto cabe destacar las impresionantes imágenes de la «sombra» de un agujero negro supermasivo publicadas el pasado mes de abril por la colaboración Telescopio del Horizonte de Sucesos (EHT, por sus siglas en inglés). No obstante, y a pesar de lo espectacular de este resultado, tales observaciones no cuentan con la resolución suficiente para estudiar con detalle el elemento que realmente define a un agujero negro: su horizonte de sucesos, la frontera más allá de la cual nada, ni siquiera la luz, puede escapar.
Esa situación está a punto cambiar. Ello es posible gracias al nacimiento de una nueva era en la física experimental: la de la astronomía de ondas gravitacionales. Estas ondas son perturbaciones en la geometría del espaciotiempo que se propagan a la velocidad de la luz. Se producen en enormes cantidades en grandes cataclismos astrofísicos, como las explosiones de supernova o las colisiones de objetos de gran masa. Aunque constituyen una de las predicciones clave de la teoría de la relatividad general, su detección experimental tardó un siglo en llegar. La primera observación directa de ondas gravitacionales tuvo lugar en 2015 en el Observatorio de Ondas Gravitacionales por Interferometría Láser (LIGO, por sus siglas en inglés), en Estados Unidos. Según todos los análisis, las ondas detectadas entonces fueron generadas durante el choque y posterior fusión de dos agujeros negros de masa estelar en una galaxia distante. Desde 2015 hasta ahora, aquel descubrimiento se ha visto complementado por más de una decena de observaciones similares, a las que además se han sumado los resultados del experimento gemelo Virgo, en Italia.
¿Por qué hablamos de una «nueva era» en astronomía? En cierto sentido, la mejor manera que tenemos los físicos de explorar las leyes fundamentales de la naturaleza consiste en hacer chocar objetos a energías muy elevadas y analizar qué ocurre. Así sucede en los aceleradores de partículas, como el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) del CERN, donde se hacen colisionar protones a velocidades muy próximas a la de la luz. Al estudiar las propiedades de las partículas y la radiación emitidas en esos choques, podemos poner a prueba las leyes que describen los constituyentes elementales de la materia. Algo muy parecido sucede con las colisiones de agujeros negros. Por supuesto, tales cataclismos no se producen en laboratorios terrestres, pero sí ocurren de forma natural a lo largo y ancho del universo. Y, al igual que en los aceleradores de partículas, la posibilidad de analizar la radiación gravitatoria procedente de esos choques nos permite estudiar con detalle las propiedades de los objetos que colisionaron.
Alejandro Herrero 4ºA
IYC
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