De lo contingente y lo necesario en la historia de la vida.
Sobre la evolución parecería que se ha dicho todo y que solo quedan los flecos; es decir, esos prodigios de adaptación con que los naturalistas de campo o los biólogos moleculares nos sorprenden a menudo. Nada más lejos de la verdad. Incluso capítulos enteros de la historia de la vida que se daban por conclusos pueden adquirir nueva luz y nuevas interpretaciones si se enfocan desde un prisma inteligente.
Hace 66 millones de años, en las postrimerías del Cretácico, un asteroide impactó contra la Tierra y propició la extinción de los dinosaurios y el éxito de los mamíferos. De haberse desviado ese asteroide, los dinosaurios habrían proseguido y el ser humano quizá no existiría. Tal es la tesis oficial. Contra esa visión, se ha propuesto un relato que sostiene que el declive de los dinosaurios había comenzado muchos millones de años antes del impacto, a medida que fue cambiando el clima, retrocedieron los mares, las temperaturas cayeron y los ambientes se desestabilizaron. Si hubiesen quedado dinosaurios, no habrían sobrevivido en un mundo más frío y selvático. El asteroide de Chicxulub y la actividad volcánica generalizada podrían haber resultado casi irrelevantes para su destino [véase «¿Qué causó la extinción de los dinosaurios?», por Stephen Brusatte; Investigación y Ciencia, febrero de 2016].
Jonathan Losos expone en Improbable destinies las cuestiones controvertidas y abiertas de un dominio que creíamos científicamente agotado. Losos, profesor de Harvard y encargado de la sección de herpetología de su Museo de Historia Natural, se ha especializado en los lagartos del género Anolis, los cuales han despertado la atención de los científicos por su exuberancia evolutiva. Se conocen unas 400 especies, número que aumenta cada año, convirtiendo así a Anolis en uno de los géneros más nutridos de los vertebrados. Tamaña diversidad se expresa en su gran riqueza local, combinada con endemismo; la mayoría de las especies se halla confinada en una isla o en una zona pequeña de tierra firme de la América tropical.
En los años sesenta, Stan Rand descubrió que diversas especies de Anolis coexisten al ocupar diferentes segmentos de un mismo hábitat: unos viven en la copa de los árboles, otros en el suelo y otros entre las ramas. Ernest Williams, por su parte, observó que el mismo conjunto de especialistas de hábitat se había adaptado en cada isla de las Antillas Mayores. Es decir, los lagartos habían evolucionado independientemente y habían ocupado los hábitats disponibles de forma casi idéntica en cada isla. Losos, a su vez, corroboró que, anatómica y ecológicamente, especies muy similares habían seguido el mismo curso evolutivo en islas distintas y de manera independiente. La biomecánica reveló la base adaptativa de la variación anatómica, dando cuenta de la adquisición de patas largas y grandes almohadillas digitales, entre otros rasgos, para especies que utilizaban determinadas zonas del hábitat.
Así las cosas, en 1989 apareció Wonderful life: The Burgess Shale and the nature of history, una de las principales obras de Stephen Jay Gould. El libro se centraba en ese yacimiento excepcional, una cantera de las Montañas Rocosas del Canadá. Contenía partes esqueléticas y blandas de una la singular y frágil fauna del Cámbrico, de hace entre 541 y 485 millones de años. Su tesis era sugerente: el curso de la evolución es peculiar e impredecible. Rebobinemos la película de la vida retrotrayéndola al comienzo y empecemos a filmar su desarrollo. Ahora, los fotogramas serán completamente distintos [véase «La evolución de la vida en la Tierra», por Stephen Jay Gould; Investigación y Ciencia, diciembre de 1994]. Simon Conway Morris no compartía esa idea. Sostenía que la evolución de organismos parecidos al ser humano sería algo cercano a lo inevitable en cualquier repetición de la película.
En biología no es posible retrasar las agujas del reloj e iniciar de nuevo la trayectoria de un linaje animal o vegetal. Para comprobar si se repiten o no los pasos y los resultados, hay que ensayar en distintos lugares. Puesto que las islas del Caribe han conservado en buena medida su entorno, ¿serían un buen lugar para someter a prueba la repetibilidad de la evolución? Para Losos, sí. Si Gould declaró que la evolución no volvía sobre sus pasos, el autor replica con el ejemplo de los lagartos y otras especies que sí lo han hecho. Se trata de la tesis alternativa: especies que viven en entornos similares adquirirán rasgos semejantes como adaptaciones a las presiones de selección compartidas que experimentan. La convergencia observada en esos reptiles demuestra que la evolución, lejos de ser singular e indeterminada, puede aventurarse. Hay formas limitadas de conformar un organismo en el mundo natural, por lo que la selección natural guía la evolución de los mismos rasgos una y otra vez.
Hemos avanzado mucho desde la aparición de Wonderful life. Han aparecido nuevas ideas y nuevos métodos de recogida de datos. Hemos descerrajado el genoma, cartografiado el árbol de la vida y conocido la evolución del microbioma. El registro fósil ha aportado luz sobre la historia de la evolución. Todos esos avances se conjugan para facilitar la predictibilidad de la evolución y el descubrimiento de la convergencia producida a lo largo del tiempo. Podemos ya estudiar la evolución tal y como se desarrolla delante de nuestros ojos. Y ello significa que podemos reeditar la película de la vida.
Los astrobiólogos piensan que la vida extraterrestre, si existe, debe basarse en el carbono y, por ende, será similar a la vida en nuestro planeta. La omnipresencia de la selección natural tiende a producir la misma solución para problemas comunes planteados por el entorno. Las leyes de la física son universales y dictan formas óptimas de adaptarse al medio, que no son exclusivas de nuestro mundo. El ADN, la clorofila o la hemoglobina podrían representar las mejores moléculas de un sistema basado en el carbono.
Devalúan la fuerza de ese determinismo numerosos contraejemplos de organismos cuyas adaptaciones nunca se duplicaron: el canguro, el ornitorrinco, la Agave americana, que solo florece una vez en sus diez años de vida, y el ser humano. Los primates poseen el equipo aparentemente necesario para desarrollar el vuelo: hábitats arbóreos, grandes cerebros, buena coordinación y metabolismo activo. Pero no parecen haber adquirido nunca el planeo, no digamos el vuelo propiamente dicho. Ninguna duplicación evolutiva es inevitable.
Alejandro Herrero 4ºA
IYC
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