Sin el reconocimiento de otros ambientes típicos de Doñana, los llamados ojos han ido desapareciendo. Una pérdida incalculable la de esos peqeños humedales alimentados por agua subterránea, verdaderos oasis para la fauna que permanecían encharcados cuando la marisma se secaba.
La visión que se puede tener de la Marisma
de Doñana un tórrido día de verano no puede ser más desoladora: suelo
cuarteado, relucientes costras de sal sobre los amplios lucios, amasijos de
castañuelas… Sin embargo, los antiguos marismeños bien sabían que tras ese
paisaje aparentemente yelmo se escondían pequeños puntos de exuberante
vegetación y humedad. Antes de que cualquier tipo de manufactura humana
relacionada con la extracción de agua subterránea proliferara por las tierras
de Doñana, existían unas zonas donde el agua freática manaba de forma natural e
inesperada sobre la superficie del terreno.
Estas áreas encharcadas eran el abrevadero
natural de todos los seres del entorno. En la jerga marismeña a estos lugares
se les llama ojos, dan agua y vegetación fresca durante los periodos de seguía
a la fauna salvaje.
Pero a mediados de los años setenta todos
los ojos situados en el interior de la Marisma empezaron a desaparecer: sus
aguas ya no lograban superar la superficie del terreno. La Marisma sin ellos es
menos marisma y ha perdido parte de su sello de identidad.
REVISTA: Quercus, Abril 2018
Paula González Cividanes
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