Al igual que los árboles, las personas o las estrellas, también las galaxias tienen un ciclo vital. Una galaxia nace cuando el gas y las estrellas se juntan para dar lugar a una estructura coherente. El proceso puede comenzar con una gran nube de gas que acumula masa lentamente, o bien a partir de la fusión de dos o más nubes. En cualquier caso, una vez formada, la galaxia pasa su vida engendrando estrellas a partir de sus reservas de gas. Decimos que una galaxia está «viva» cuando emite radiación ultravioleta intensa, un indicio de la presencia de estrellas jóvenes, brillantes y calientes. A medida que envejecen, la luz de las estrellas cambia: deja de ser azul para tornarse más amarilla o rojiza. Cuando una galaxia consta en su mayor parte de estrellas amarillas y rojas y emite poca o ninguna radiación ultravioleta, decimos que está «muerta». Con el tiempo, si posee suficiente masa, se convertirá en un amasijo esferoidal. Estos objetos se conocen como galaxias elípticas, y es probable que nunca vuelvan a alumbrar nuevas estrellas.
En el universo cercano que nos rodea (en un radio de entre 300 y 600 millones de años luz) hay galaxias elípticas muertas o moribundas, las cuales se congregan en enormes cúmulos galácticos. Estas grandes estructuras contienen los restos fosilizados de las galaxias más masivas jamás formadas: cientos o miles de ellas, bailando con parsimonia las unas alrededor de las otras y ligadas gravitacionalmente para siempre en su tumba perpetua.
No obstante, los cúmulos galácticos plantean un problema. La mayoría parece haberse formado cuando el universo tenía la mitad de su edad actual. Eso implica que las galaxias que los componen tuvieron que engendrar gran parte de sus estrellas en los albores de la historia cósmica. En concreto, tales galaxias parecen haber crecido hasta alcanzar el tamaño de la Vía Láctea o más unos 10.000 millones de años antes. Los jóvenes cúmulos de galaxias donde se formaron, los llamados protocúmulos, debieron ser lugares muy activos y violentos, repletos de galaxias que producían estrellas a un ritmo vertiginoso. Sin embargo, nuestra comprensión actual de la física no consigue explicar cómo pudieron crecer tanto en tan poco tiempo.
Los protocúmulos son estructuras muy distantes (su luz ha tenido que viajar 10.000 millones de años o más hasta alcanzarnos) y que suelen esconder sus galaxias más masivas tras grandes nubes de polvo. Por ello, hasta hace poco no disponíamos de las herramientas telescópicas necesarias para observarlos. En los últimos años, sin embargo, los astrónomos han descubierto dos protocúmulos que han abierto una ventana sin precedentes al proceso de crecimiento de los grandes conjuntos de galaxias. Las observaciones posteriores han revelado que, en efecto, se trata de estructuras activas y gigantescas: tan enormes que desafían nuestra comprensión del proceso de formación de galaxias. No en vano, resolver el enigma que plantean los cúmulos galácticos podría obligarnos a redefinir lo que sabemos sobre la evolución del universo.
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