Los
astrónomos se afanan en descubrir qué es lo que causa unos potentes estallidos
de radiación en el cosmos distante.
Un día de principios de 2007, David Narkevic, un alumno de grado, vino a
darnos una noticia. Narkevic era estudiante de física en la Universidad de Virginia
Occidental, donde nosotros acabábamos de comenzar nuestro primer año como
profesores. Le habíamos encomendado la tarea de examinar datos de archivo sobre
las Nubes de Magallanes, dos galaxias satélite de la Vía Láctea situadas a unos
200.000 años luz de nuestro planeta. Narkevic era de carácter comedido, y ese
día no fue una excepción: «He descubierto algo que parece bastante
interesante», dijo con tranquilidad mientras nos mostraba una gráfica. En ella,
la señal era más de cien veces más intensa que el ruido debido a la electrónica
del telescopio. En un principio nos pareció que había encontrado justo lo que
estábamos buscando: un púlsar, un tipo de estrella muy pequeña, compacta y
brillante.
Estos astros emiten luz en forma de haces que barren el cielo a medida que
la estrella rota, por lo que esta parece encenderse y apagarse, al igual que un
faro.
Cuanto más lejos esté la fuente de la Tierra, más electrones encontrarán las
ondas de radio en su camino, lo que provocará un mayor retraso entre las ondas
de frecuencias altas y bajas. Dado que no sabíamos cuán lejos podían
encontrarse los nuevos púlsares que estábamos buscando, el programa examinaba
los datos en busca de señales compatibles con muchos posibles retrasos; es
decir, con distintas medidas de dispersión. Eso nos aseguraba que seríamos
capaces de detectar púlsares en un amplio abanico de distancias.
Cuando hizo su descubrimiento, Narkevic estaba analizando observaciones
efectuadas cinco años atrás por el radiotelescopio Parkes, en Australia. Este
instrumento es capaz de explorar con rapidez grandes áreas del cielo gracias a
que puede observar de manera simultánea 13 posiciones, denominadas en jerga
«haces».
REVISTA: Investigación y Ciencia, junio 2018, N: 501
Victoria Crespo Cruz
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