jueves, 13 de diciembre de 2018

Químicos descubren por qué la nariz es tan sensible a los olores sulfurosos



Las fugas de gas, el aliento a ajo, la presencia de mofetas en el vecindario, ¡ay, el aroma de los tioles! El olfato humano destaca por su gran sensibilidad a esos compuestos sulfurosos, algo nada sorprendente si se tiene en cuenta su frecuente vínculo con sustancias nocivas. ¿Pero cuál es la razón exacta por la que nuestros orificios nasales (y los de otros mamíferos) se muestren tan sensibles a los tioles, cuando otros olores, como el de la lejía o el del vinagre, precisan mayores concentraciones en el aire para ser percibidos?

Esa sensibilidad exacerbada tiene su origen en el metal cobre, según un equipo de químicos de Estados Unidos y China. Tal y como explicaban este otoño en Journal of the American Chemical Society, descubrieron que los mismos receptores nasales que captan esas moléculas fétidas se unen con las partículas de cobre que residen en la mucosidad nasal. El componente metálico multiplica hasta por mil la intensidad del tiol. Y en experimentos en que se crearon receptores del tiol que no podían unirse al cobre, la sensibilidad olfativa a esos compuestos desapareció casi por completo.

Evolutivamente, vale la pena poseer una nariz que perciba cantidades ínfimas de tioles en el ambiente, afirma uno de los autores del estudio, Eric Block, químico de la Universidad estatal de Nueva York en Albany. Por ejemplo, los alimentos en descomposición desprenden compuestos sulfurosos y algunos depredadores dejan rastros olorosos de esa naturaleza que delatan su presencia.




Es la primera vez que se vincula un metal con el sentido del olfato, por lo que el estudio seguramente animará a otros a indagar en la influencia de otros elementos metálicos en este sentido, asegura Robert Crabtree, químico de la Universidad Yale. Crabtree conjeturó por primera vez sobre el papel del cobre en la percepción olfativa de los tioles en 1977.







                                           Yago García Delgado 4ºA

                                          Scientific American



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